Anatomía del dolor



A veces pasa que los sentimientos se arrugan frente a un fugaz destello de melancolía.
Y se funden en lágrimas, en suspiros, en  deseos.
Se alinean, se empujan, se crecen, se queman.

Y sucede que el corazón muda la piel para quedarse al desnudo.
Se hincha de amargor, te arde en el pecho, explotan sus venas.
Mueres una y mil veces,  mientras el ciclo cumple su vida.

Ahí, eres nada. Una emoción, un parpadeo,
un grito perdido, un pedazo de luna.
Un manto de noche que esparce su sombra.

Mueves los labios y el sonido no sale.
Aspiras hondo y el aire no llega.
No roza siquiera el umbral de tu pecho.

Y revives aquel recuerdo,
como si lo vieras en una de esas bolas de cristal
que al moverlas precipitan nieve y fantasías.

Entonces comprendes que es real,
que nadie agitará tu burbuja
ni hará llover bendiciones sobre ella.
Que el tiempo no perdona,
que sólo te utiliza para ganar su juego.
Y desapareces.

Pero un día, cuando no resta en tu fosa
más que ausencia y miedo,
una incomprensible luciérnaga se atreve a acercarse.
Tímidamente, revolotea sin animarse a tocarte con sus alas.

La miras, y ya la amas. Sientes que su luz sabe a promesas…
Al fin está frente a ti; tú tiemblas de alegría,
y al instante ella se muda en tu interior.

Poco a poco reconstruye ese espacio sucio, abandonado y triste,
y uno a uno va uniendo los restos de tu alma.
Te sientes otro, aunque no lo eres.
Y de pronto ella se aleja sin razón.
Temes que no regrese, e intentas saber su nombre:
”Esperanza”
Y una de tus viejas sonrisas vuelve a tu rostro sin remedio.