Ahí estaba.
Tan espléndida y enigmática como en nuestras mejores noches.
Bañando a la ciudad con sus rayos de nostalgia.
Inundando mis sentidos de inquietud, de recuerdos.
La vi, y vi tu cara.
Tu sonrisa, tus manos… ¡Tus manos!
Esa extraña combinación de habilidad y sorpresas.
Me parece estar sintiéndolas,
oliéndolas, deseándolas… tan sabias como siempre.
Y tan mías.
Y tus labios, ¿Cuántas veces los he soñando?
¿Cuánto tiempo ha pasado desde aquel beso?
¿Aquel que resbaló en nuestras bocas,
sin sospechar que era último?
Han pasado muchas lunas.
Las he admirado en su inmensa bóveda,
Escuchándolas preguntarme por ti.
Por el amor inverosímil del que les conté tantas proezas.
Por el calor que era fuego eterno y nunca brazas.
Por las cadenas que dichosa amarré sobre mi alma.
Y ahora, sólo ella.
Único emblema imperecedero que atestigua la realidad de ese sueño.
Que sí existimos. Que te amé, que me amaste.
Que nuestros ojos siguieron juntos mil veces sus destellos de plata,
para ir a perderse sobre las huellas
que algún osado dejó convertidas en manchas,
cuando paseaba su avaricia sembrando banderas de barras y estrellas.
Hoy es únicamente ese hechizo circular
de magia y de promesas,
el que me hace esperar por una nueva razón para mirarle.
Por unos brazos nuevos que rodeen mi cintura,
al tiempo que en nuestras pupilas se refleje su encanto.
Mientras espero, ella continúa ejerciendo su misterioso poder sobre mí.
Ese incomprensible dominio que transporta mi ser
hacia dónde no debe ir.
Y es que cada vez que la miro, vuelvo a ti.